La estación de ferrocarril,
escondida a la vista, y el camino de hierro y traviesas que llega hasta ella,
están encaramados entre el cielo y el río, entre la N-232 y el Ebro, y compiten
por el escaso y precipitado espacio de confluencia que hay entre ambos. El
edificio presenta líneas sobrias, propias de la arquitectura ferroviaria de
mediados del siglo pasado, los arañazos del tiempo se dejan notar en las
fachadas, en su desordenado aunque funcional tejado, también en el numeroso y
poco original grafiteado de las cuatro
paredes de la sala de espera, única estancia abierta de una estación
adormilada, con sus ojos tapiados, legañosos de abandono, indolentes, y en
espera desconfiada de nuevos pasajeros o
de mercancías valiosas, o curiosas, que desciendan de alguno de los escasos
trenes que recorren todavía este espectacular tramo de ferrocarril.
Abandoné el andén y crucé la vía
en busca del camino que mostraban los mapas partiendo de la estación. Asomado
al talud que se precipitaba enmarañado hacia una gran extensión de viñedo
joven, deduje que el recorrido programado atravesaba aquella finca parcelada por amplios caminos de acceso,
formando una cuadricula perfecta. Vi claro cuál debía seguir. Según me alejaba
de la estación, se disiparon el constante ruido circulatorio, de intensidad
irregular, siempre con interés por hacerse notar, de la N-232, un río de
asfalto navegado día y noche por todo tipo de transportes. Conforme descendía,
olvidaba la carretera, y el discreto murmullo del Ebro, oculto tras el
serpenteante bosque ribereño, se ofrecía ahora como compañero auditivo.
Había recorrido tan solo un
centenar de metros de la Gran Viña por el camino lógico (al parecer no tan lógico) cuando me sorprendió
un alambre atado a dos postecillos oxidados con un improvisado cartel colgado y
rotulado con desidia, me invitaba sin remilgos a no seguir por el camino,
rezaba en el tablerillo manuscrito: “FINCA
PRIVADA- PROHIBIDO EL PASO”.
Estas situaciones me atacan el nervio, que un camino que comienza como
público, recalco, señalado en el mapa del IGN y con solución de continuidad, de golpe (sienta como tal) y
sin aviso previo, se transforme en privado… Agarré cuello, volví sobre mis
pasos y tomé una senda menor que discurre junto a la orilla de la Gran Viña, perpendicular al camino
principal, que se dirigía a las proximidades del Ebro, dudé… El camino iniciado
en la estación de ferrocarril finalizaba allí, en ninguna parte… Otra vez cuello.
No sabía hacia dónde dirigirme:
escuchaba la tentadora sugerencia del Río que me proponía, oculto tras la
tupida muralla de árboles y arbustos, buscar su orilla o volvía de nuevo sobre mis pasos. La falta de
una senda medianamente definida, el caótico orden del soto y un ambiente tormentoso
que no debía descartar, me amilanaron para adentrarme en el bosquete ribereño;
mas mi testadura incomprensión de la privatización de caminos, fruto de mi
aversión a la implantación de puertas y
barreras en el campo, cada día más frecuentes, cada día más domesticado, me
animaban a rechazar la vuelta.
Descartadas ambas opciones, me adentré en la Gran Viña emparrillada caminando por su orilla, procuraba evitar un resbalón por el ribazo
que descendía asilvestrado en busca de la espesura del soto, y esperaba que me
llamasen la atención en cualquier momento, como lo hacían ya, desde lejos, dos
perros excitados, nerviosos tras la alambrada que hay junto a la nave agrícola
que organiza la finca.
Avanzaba con recelo, expectante, mantenía el Castillo de Davalillo, visible casi desde cualquier rincón del paisaje, como referencia y seguía sin saber cuándo volvería a encontrar aquel camino principal tan bien señalado en los mapas. Me llegaba por la derecha el rumor garboso del río a la par que el canto aflautado y febril de una curruca capirotada que logré entre ver entre la espesa vegetación, con la boina negra, calada, que intentaba emocionar a la hembra, con gorrilla color canela oscuro, que seguía, a buen seguro, afanada en la construcción de un nido confundido en el ramaje de un vetusto y verrugoso aliso; por la izquierda, sumare a los ladridos ya lejanos, las voces desconocidas y diversas de pequeñas cuadrillas de trabajo, hombres recios fundidos en el crisol de la necesidad: altos, delgados, robustos y achaparrados; de tez negra, pálida o aceitunada; cabellos lisos, rizados, muy cortos o muy revueltos; manos callosas que se sienten forasteras y ajenas a estas labores, que aprenden a cuidar la viña, a ganar con sus ganancias… Se completaba el paisaje auditivo con el ronco ronroneo de varios tractorcillos infatigables y cornúpetos traseros, fumarolas móviles de vapores sulfurosos o sulfatados, amarillos o azulados, medio ocultos entre las cepas resultan eficaces en el intento de conjurar al fantasma, el mildiu, que se ceba en los tallos y hojas jóvenes, tiernas… ¿Qué prestigio tendría un territorio con castillo, si no tuviera sus fantasmas…?
Continué por el orillo, mientras
tanto un furgón recogió a una de las cuadrillas, que había llegado al final de
uno de los líneos de cepas,… y la llevó
al comienzo de la viña para reiniciar la faena unas filas más abajo.
Abandoné la Gran Viña y transité por algunos senderos que posibilitaban el
acceso a otros plantíos entre pequeñas lomas, ahora costeros, luego en la
vaguada. Viñas menores trabajadas por manos propietarias, conocedoras de cada
cepa y sus querencias. Seguí aquella dirección
que, en algún momento, debía cruzarme con el camino principal (el que aparecía en el mapa del IGN). Subí campo a
través hacia la loma contigua coronada por
almendros.
1.
c4 Cf6
2. Cc3 e5 3. Cf3 Cc6 4.e4…
La Apertura Inglesa, que hacía bastante tiempo que no
veía utilizar a sus rivales, y el singular frente de peones y caballos,
le provocaron, al Rey negro, una inesperada sorpresa inicial que le hizo gastar
bastante tiempo.
Dos filas de almendros yecos,
necesitados de poda, reverdecían con desgana, escultóricos testimonios en el
paisaje de una forma agrícola que tuvo tiempos mejores y se resiste a
desaparecer, y sobre cuyo futuro algo deberían pensar los gestores de este
territorio sin par: resultarán
primordiales para la conservación integral del mismo, mantener la variedad y
diversidad en los diferentes ámbitos que
componen el espacio agrícola y natural. Desde el altozano de la almendrera
pude localizar a media ladera de la siguiente loma, al otro lado de la viña, el
esquivo camino principal del mapa.
Hubo un desarrollo notable de los
cúmulos tormentosos que presagiaban un nuevo chaparrón, las nubes con formas
deformes y caras descaradas parecían ocultar historias inconfesas, engordaban
con rapidez y reducían los claros a pura
anécdota. Un viento denso, con olor a lluvia, se adueñaba del ambiente. Al poco rato resulto
muy visible un aumento del tránsito en sendas y caminos, iniciándose un
motorizado desfile de tractores, tractorcillos, furgonetas, furgonetillas,
motillos y aún bicicletas, conducidos a su vez por abuelos, padres y nietos, se
recogían pues barruntaban la tormenta. Los últimos en abandonar las faenas
fueron los todoterreno y el furgón con
jornaleros de la Gran Viña. Un
hombre mayor de rostro moreno, atemperado pero no maltratado por los años, paro
su furgoneta de labor una veintena de metros delante de donde me encontraba y
espero. Cuando estuve a su altura me dijo:
– ¡Mira,
viene agua…! ¿Si quieres,… te acerco
algún sitio?
Verme con la cámara de fotos y
los prismáticos al hombro, el trípode bajo el brazo y paso apresurado, le llevo a pensar que podía
evitarme un buen remojón…
–
¡Gracias! ¡Muchas
gracias…! Quisiera llegar al guardaviñas para protegerme y hacer fotos durante
la tormenta –le conteste, dándole unas explicaciones que el hombre no
demandaba.
Seguido quise percibir que una
sonrisa sorprendida y guasona suavizaba
su gesto, y me despidió con un ligero
movimiento del brazo apoyado en la ventanilla y reflexionando en voz alta:
–Hay,… si os lo mandaran...
Sonriendo también, le saludé con
el brazo libre, mientras pensaba que mi padre me hubiera dicho lo mismo,… y con
las mismas palabras.
Con pasos rápidos, cortos e intencionados, me
dirigí hacia un chozo sencillo situado
próximo al camino en el borde de un
viñedo: era de planta rectangular, paredes de piedra, labradas con prisa, y
techumbre de losa y tierra donde crecen hierbas, musgos y matojos; de
dimensiones muy humanas y con una
pequeña entrada. Logre colarme en el interior del pequeño habitáculo antes de
empezar el aguacero, había llegado justo, sudando. En el interior se percibía
un persistente olor a humo rancio agarrado a las piedras y al espacio entre
ellas, se dejaban sentir los pensamientos y sueños refugiados en aquel almacén
del tiempo. Las cuerdas y alambres,
trozos de yesca para iniciar un fuego,
un par de latas vacías y abolladas o un oxidado abrelatas medio oculto tras
una piedra, todo encajaba,… hasta el olor estaba en su sitio, todo a la espera
del momento para ser utilizado.
Comenzaron a caer los primeros
goterones y vi, asomado a la entrada angosta, cómo ruidosos y densos lunares
trasparentes reafirmaban y daban vida a los colores de las superficies donde se
estrellaban. El tañido lejano de una campana me hizo mirar la hora, las doce de
la mañana, las campanas de San Asensio, Briones y San Vicente suenan todas a la
vez y repican la misma melodía… Solo y sentado en la entrada del chozo veía
caer el agua, ya más animada y regular, y se fue mi pensamiento a los
recuerdos: era la Hora del Ángelus, la
vida gris de los pueblos y ciudades españolas se detenía y las miradas se
dirigían a las alturas: unos para agradecer, otros para preguntar en silencio
por qué,… y algunos miraban al suelo para no llorar…”. Había cesado el
tañido de las campanas y se escucharon los primeros truenos precedidos de
desvaídos destellos luminosos.
Tenía la cámara montada en el trípode en espera
de la imagen deseada: un rayo cortando el cielo gris plomizo sobre una
infinidad de cepas alineadas, con sus hojas verdes de primavera desdibujadas
por una fina cortina de agua; o un rayo que señalase la indefinida y lejana
silueta del Castillo de Davalillo,
que se mostraba protector de las pequeñas y medianas parcelas de sus dominios.
El aparato eléctrico fue escaso y poco llamativo, el cielo se uniformo con un
tono gris apagado y el ritmo de lluvia se precipitó bruscamente. Las fotos que
veía en la cabeza no las vi en el paisaje, la naturaleza se mostraba, como
suele ser habitual, imprevisible, e incluso caprichosa, sabía que esto producía un cierto grado de frustración a la
vez que adicción a la búsqueda
permanente de sus encantos. La lluvia
empeñada en formar charcos en este suelo arenoso, se prodigaba con
generosidad, aunque sin éxito, y mientras tanto, yo miraba absorto como
brotaban por doquier efímeros gorgoritos de la
tierra embebida.
El paseo
visual se detuvo en el ribazo cercano, y tres agujeros perfectos de unos cinco
centímetros de diámetro, llamaron mi atención, asomaba por uno de ellos la
cabeza de un abejaruco, un
equilibrado espectáculo de colores: a un pico negro, alargado y ligeramente
curvo, le seguía un emplumado antifaz azabache en el que destacaban dos
encendidos ojos rojos; encima, una frente escasa, suavemente maquillada con
diminutos plumines naranjas y amarillos rodeados de otros en desvaídos tonos celestes, y de
ella nace una capelina de color castaño intenso; y debajo del pico, un
llamativo babero turquesa y amarillo separados por una línea negra dibujada. La
lluvia perdió ganas al alejarse la
tormenta. Los otros dos agujeros estaban deshabitados, sellados con telarañas,
sus artífices no habían regresado de la invernada en tierras africanas. Estas
aves migratorias son conocidas por una
parte de los jornaleros, como ellos, proceden del África subsahariana y llegan
a la Península atravesando el Estrecho, arriesgan y algunos pierden, como
ellos, sus vidas en el paso, y como ellos, buscan con el viaje un futuro con
más posibilidades. Comenzaron a verse los primeros claros y el sol aprovechó
las circunstancias para colarse por uno de ellos, y con él una flecha de color
abandonó el ribazo, sobrevoló el paisaje sin estridencias. Miré durante un
breve espacio de tiempo su acrobático
planeo y escuché como su trino corto, semejante a un chirrido grave y
monocorde, me llegaba con repetición, aprecié que sus vuelos no eran en
solitario.
Estaba de nuevo en el camino principal, discurría junto a una viña veterana, se respiraba
transparencia tras el chaparrón, había descargado con resolución y generosidad, mas sin la
rabia gélida del pedrisco, había lavado todo y la vid lucía aterciopelada, los
mejores tonos del verde joven de sus hojas; mientras, la suave brisa que se presentó
cargada de humedad, con ese olor tan propio del ozono, difícil de describir,
pero que todos diferenciamos después de una tormenta con rayos, puso en danza
los numerosos y sobresalientes pámpanos de la viña, todavía sin desnietar; contrastando con ellos, las
cepas perfectamente alineadas, engrosadas y retorcidas como la memoria de esta
tierra, firmaban con la quietud sus muchos años.
Mis pasos
fisgones y distraídos, paraban continuamente para hacer fotografías a mil
detalles: ahora perplejo, un baldío poligonal azorado por el descaro de cientos
de amapolas; ahora con mimo, algunos ejemplares de orquídeas casi ocultos en el
herbazal; un tramo de río llamativo, otro nuevo chozo… Aunque con lentitud, me
encaminaba ya, hacía la atalaya defensiva que domina este singular territorio
amaestrado, y pude comprobar al pasar junto a la Ermita de la Virgen de Davalillo, a los pies del castillo, que por
fin, el buen juicio y el buen gusto habían aunado esfuerzos para erradicar de
la sobria y diáfana arquitectura en piedra de sillería de comienzos de S.
XVIII, el horroroso chiringuito de
ladrillo y cemento adosado a la misma. Pensado para el día de la romería, y
disfrutado por la apatía y la dejadez el resto del año. En su lugar, cercano a
la ermita, se ha edificado el Centro Servicios Davalillo, tres
interesantes recintos integrados en el paisaje, construidos con piedra y hierro
y trazados según la orografía del terreno. Plausible
inversión desde el punto de vista promocional del medio rural y natural, si le
asignasen funciones,… hecho que después de varios años no parecen haberlas
encontrado.
Recordé,
próximo a los muros de la fortaleza, la
primera vez que subí allí con Pablo… Con cinco años, tenía en la cabeza la imagen
y los datos básicos de los más singulares castillos de la Península Ibérica (en
esa época compaginaba este archivo con un completo listado de dinosaurios
saurópodos y terópodos que reconocía con prontitud, y destinaba parte de sus
remirados ahorros a la adquisición de raros y llamativos libros, publicaciones,
recortables, o interesantes muñecos, que tuviesen algo que ver con los
desaparecidos reptiles o los castillos medievales); dibujaba de memoria, con
trazos esquemáticos, mas destacaba sus principales rasgos diferenciales, casi cualquier castillo
que le indicases, y utilizaba para ello rotuladores de colores fosforitos
(detalle este que nunca llegue a entender), y que todavía guardamos; asociaba
las fortalezas con luchas, grandes batallas, victorias y derrotas, buenos y
malos. ¿Cuántas preguntas sobre la
conquista de los enclaves…?
El Ebro y
sus castillos han sido a lo largo de la historia tierras de confrontación, de
demandas y conflictos permanentes. Siempre tierras de frontera: primero lo fue
de Reinos, luego división de Provincias,
para terminar, en la actualidad, como límite de Comunidades… y
Autónomas… ¿O quizás Países…? Qué desazón ha ocasionado siempre la creación de
fronteras… Qué afán de autoafirmación… Aun hoy, en este mundo cada día más globalizado,
donde las fronteras son cada vez más artificiales, necesitamos crear espacios
donde,… a fin de cuentas, ejercer poder. En estas tierras, donde la
planificación estratégica y el trato de favor, que se presta con frecuencia a
oscuros intereses económicos y de gobierno, se ha dibujado, en los terrenos que
se extienden a los pies del castillo, un irregular tablero de ajedrez bien
delimitado por el serpenteante Río Ebro, el rectilíneo trazado de la N-232
y la ligera sinuosidad de la
desaprovechada vía de ferrocarril.
4…Ab4 5. d3 d6 6. H3 0-0
7. Ae2 Ce7 8. 0-0 c6 9. a3…
Pasadas las dudas iniciales las fichas negras parecen haber decidido
su estrategia.
Sobre este terreno ajedrezado se disputa una singular
partida de ajedrez, que comenzó hace algunos años, posiblemente unos decenios,
en ella, Róbur (Rey de Negras)
ha logrado enrocarse en la sólida atalaya defensiva del siglo XII, desde donde
ha respondido con recelosa cautela a cada movimiento de su oponente…
(Continuara la semana que viene…)
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