viernes, 24 de febrero de 2017

En Ordoyo se escuchaba el silencio (1ª Parte)







Ocurrió hace ya algunos años… La tarde de Enero era luminosa, de cielo limpio, tan solo ligeras ráfagas de cierzo rompían la quietud de la llanada, las murallas calizas que la cierran por el sur, maquilladas con tonos pardos y grises fríos de los breves ocasos invernales, se levantaban altivas frente a los rastrojos, viñedos y herbazales de la planicie central de Ordoyo. Por el noroeste las lomas encadenadas de la Sierra  Gatún, romas y densamente tapizadas con pinos y encinas, descienden cansadas hasta los campos de cultivo y baldíos.



Debíamos llegar al recinto arruinado de la desaparecida Parroquia de San Miguel, en el centro de los mencionados baldíos, antes de la puesta de sol. Esperábamos que si acontecía el hecho que nos habían puesto en camino, suele ocurrir  en ese periodo de tiempo, la magia envolviese el paisaje de Ordoyo. Nos aproximábamos sin prisas, receptivos, siempre atentos a cualquier imprevisto que la aletargada naturaleza nos quisiera regalar, mas sin pausas prolongadas, pues no deseábamos que el frío se sintiese, tan pronto, como el tercer miembro de la sufrida excursión vespertina.

Con un claro movimiento de brazo, Andrés, me alertó de la presencia de un ave rapaz  grande. La localizamos con los prismáticos, acababa de posarse en uno de los pináculos rocosos que teníamos en frente, y nos acercaban la figura poderosa y esbelta del águila real, solo por aquella visión hubiera merecido la pena el paseo. Enseguida levantó el vuelo recortando su silueta en el cielo, permitiéndonos descubrir que llevaba una rama entre las garras; ascendía rápida, con fuerza, subía casi vertical… Nos dolía el cuello, mas no apartábamos los prismáticos de la cara y no perdíamos detalle,… soltó la rama… La Real subió todavía más…. La distancia entre ella y la rama que se precipitaba en el vacío era abismal. Plegó ligeramente las  alas y volteó, se lanzó, con las alas casi ceñidas al cuerpo, en un picado vertiginoso y seguro… No pensábamos que fuese, ya, capaz de coger la rama en el aire y parecía, sin embargo, su intención… Su aceleración era tal que la  sobrepasó. Ligero despliegue de alas y nuevo volteo, las garras miraban al cielo limpio, se cerraron con exactitud, potentes, atraparon la rama a poco más de diez metros del suelo… Recompuso su vuelo ascendente, pausado, hasta llegar cerca de los peñascales…



Era imposible dejar de mirar a través de los prismáticos la escena que se repetía de forma reiterada con pequeñas variaciones. Marcaba su territorio, cortejaba a la hembra que en la distancia gravaba cada detalle en su retina, una retina  Real. Todo riesgo, si corría alguno, era poco si la hembra lo aceptaba. Era un individuo joven, los restos de manchas blancas bajo las alas y la cola así lo señalaban. Se perdió al otro lado de las paredes rocosas donde, a buen seguro, continuó mostrando, mientras la luz lo permitiese, sus excelentes dotes cazadoras.  

Continuamos la marcha sin palabras,…estábamos atónitos,…encantados. Los que pasamos horas en el campo observando la naturaleza, sabemos que presenciar la escena descrita es una lotería y hoy nos había tocado.



Llegamos a tiempo y todavía pudimos sentir las últimas caricias solares, al abrigo del  cierzo, sentados en unas piedras planas y pasmadas, apoyada la espalda en los tozudos muros de la iglesia. Sobre ellos todavía descargaba un arco apuntado que se sostenía  a duras penas, en permanente equilibrio, con la  clave algo desplazada aguantaba sin saber por qué,… probablemente por cabezonería.
Este recinto, dedicado en otro tiempo al culto a San Miguel, acoge diariamente a los asiduos feligreses y a curiosos peregrinos estacionales: cuando el sol ilumina el recinto lo frecuentan  comadrejas, culirroyos, riblancas, halconcillos, ardachos o ciempiés (1), además son muchos los que merodean pero no entran como el aguilucho, el halcón, la Real o el corzo;  si es la palidez de la luna la que ilumina la arruinada parroquia, son mochuelos, o raposos junto a nerviosos ratoncillos los que asisten con denuedo al ritual diario de la vida y la muerte.

La luz escapaba deprisa y nosotros, con la espalda y el culo doloridos, esperábamos que el frío se nos uniese como tercer compañero, llegaba con la noche. Por más empeño que ponían los dedillos bailando en los calcetines o los dedos ceñidos en los guantes, encogiéndose y estirándose, apretándose contra si mismos, queriéndose mucho, no eran capaces de alejar al incomodo compañero. Y el Frío no llegó solo, pues conforme se instalaba él sin complejos entre nosotros, sin anunciarse y haciendo honor a su nombre, el Silencio, en silencio fue adueñándose del monumental escenario de Ordoyo.



Manteníamos conversaciones cortas, más para conjurar el desánimo que podía traer consigo tanto frío, tanta oscuridad o  silencio, que por necesidad de hablar. Diálogos intermitentes que podían llegar a  presentarse como susurros inoportunos y que nunca llegaron a interrumpir la inolvidable Sonata para  silencio  que  comenzaba a sonar. Tras un sobrio y convincente adagio que nos fue sumiendo en un estado de total sensibilización auditiva y casi nula capacidad de palabra, en el allegro el Silencio, en su interpretación,  llenó el espacio de silencio, de un apabullante primero, interrogativo después, y al final sugerente silencio, que nos permitió escuchar aquel especial sonido…

Aquella sonata en la oscuridad, solo los dos con el Frío, con frío hasta en el pelo, nos tenía absortos. No pensábamos, solo oíamos,… entonces percibimos con nitidez la entrada en escena del Solista, por él estábamos allí. Lejano y tímido en aquellos compases iniciales, pronto se mostró seguro de si mismo y, afirmándose como Señor de la noche, interpretó con tonos graves, profundos y huecos, acompañados de algunos impetuosos agudos,…insistente y apasionado, la sobrecogedora balada de amor que habíamos venido a escuchar. Un escalofrío reavivó nuestro aterido espinazo. El Búho real, en celo, solicitaba ardiente los favores de la hembra, que agazapada en las sombras del escenario rocoso, regalaba sus oídos con las fervientes y entregadas notas que para ella calentaban la oscura noche de enero… No pestañeábamos. Casi ni respirábamos. Pegados a las piedras nos sentíamos piedra: inmóviles, pasmados, y por segunda vez, en la misma tarde, entusiasmados. El Solista fue declinando la potencia de su balada hasta llegar al silencio y sin esperar los aplausos ni la petición de bises se confundió con la noche. La hembra lo había aceptado y tardaba a la cita...



La salida de escena del Búho real reavivó el “Andante” de la Sonata de silencios, que de nuevo se hacía un hueco en la noche, sonaba de forma envolvente y hechicera… ¿Cuánto tiempo había transcurrido? Tal era la situación que nosotros estábamos pánfilamente paralizados, el Frío se sentía cómodo en nuestra compañía y el Silencio iba de protagonista… ¿A quién le importaba ese tiempo?

Debíamos abandonar los voluntariosos muros de San Miguel. La representación había finalizado y no podíamos esperar  la siguiente, que sin duda alguna, iba a tener lugar las restantes noches de Enero de este año y de los próximos. Regresábamos callados, seguíamos la luz de los frontales unos pasos adelante y  el Frío nos acompaño, como buen anfitrión, hasta la “Puerta de Ordoyo”  donde habíamos dejado el coche. Entonces, cuando nuestro organismo fue recuperando el calor y la capacidad de habla, caímos en la cuenta de que probablemente durante el ocaso de aquel día habíamos presenciado una  velada singular  e irrepetible.



(1) "Culirroyo": nombre que recibe en la comarca el colirrojo tizón.

       "Riblanca": nombre que recibe en la comarca la collalba gris.

       "Ardacho": nombre que recibe en la comarca el lagarto ocelado.

       "Ciempies": nombre que recibe en la comarca la escolopendra