Ocurrió hace ya algunos años… La
tarde de Enero era luminosa, de cielo limpio, tan solo ligeras ráfagas de
cierzo rompían la quietud de la llanada, las murallas calizas que la cierran
por el sur, maquilladas con tonos pardos y grises fríos de los breves ocasos
invernales, se levantaban altivas frente a los rastrojos, viñedos y herbazales
de la planicie central de Ordoyo. Por el noroeste las lomas encadenadas de la
Sierra Gatún, romas y densamente
tapizadas con pinos y encinas, descienden cansadas hasta los campos de cultivo
y baldíos.
Debíamos llegar al recinto
arruinado de la desaparecida Parroquia de San Miguel, en el centro de los
mencionados baldíos, antes de la puesta de sol. Esperábamos que si acontecía el
hecho que nos habían puesto en camino, suele ocurrir en ese periodo de tiempo, la magia envolviese
el paisaje de Ordoyo. Nos aproximábamos sin prisas, receptivos, siempre atentos
a cualquier imprevisto que la aletargada naturaleza nos quisiera regalar, mas
sin pausas prolongadas, pues no deseábamos que el frío se sintiese, tan pronto,
como el tercer miembro de la sufrida excursión vespertina.
Con un claro movimiento de brazo,
Andrés, me alertó de la presencia de un ave rapaz grande. La localizamos con los prismáticos, acababa
de posarse en uno de los pináculos rocosos que teníamos en frente, y nos
acercaban la figura poderosa y esbelta del águila real, solo por aquella visión
hubiera merecido la pena el paseo. Enseguida levantó el vuelo recortando su silueta
en el cielo, permitiéndonos descubrir que llevaba una rama entre las garras; ascendía
rápida, con fuerza, subía casi vertical… Nos dolía el cuello, mas no apartábamos
los prismáticos de la cara y no perdíamos detalle,… soltó la rama… La Real subió todavía más…. La distancia
entre ella y la rama que se precipitaba en el vacío era abismal. Plegó
ligeramente las alas y volteó, se lanzó,
con las alas casi ceñidas al cuerpo, en un picado vertiginoso y seguro… No
pensábamos que fuese, ya, capaz de coger la rama en el aire y parecía, sin
embargo, su intención… Su aceleración era tal que la sobrepasó. Ligero despliegue de alas y nuevo
volteo, las garras miraban al cielo limpio, se cerraron con exactitud,
potentes, atraparon la rama a poco más de diez metros del suelo… Recompuso su
vuelo ascendente, pausado, hasta llegar cerca de los peñascales…
Era imposible dejar de mirar a
través de los prismáticos la escena que se repetía de forma reiterada con
pequeñas variaciones. Marcaba su territorio, cortejaba a la hembra que en la
distancia gravaba cada detalle en su retina, una retina Real.
Todo riesgo, si corría alguno, era poco si la hembra lo aceptaba. Era un
individuo joven, los restos de manchas blancas bajo las alas y la cola así lo
señalaban. Se perdió al otro lado de las paredes rocosas donde, a buen seguro,
continuó mostrando, mientras la luz lo permitiese, sus excelentes dotes
cazadoras.
Continuamos la marcha sin
palabras,…estábamos atónitos,…encantados. Los que pasamos horas en el campo
observando la naturaleza, sabemos que presenciar la escena descrita es una
lotería y hoy nos había tocado.
Llegamos a tiempo y todavía pudimos
sentir las últimas caricias solares, al abrigo del cierzo, sentados en unas piedras planas y
pasmadas, apoyada la espalda en los tozudos muros de la iglesia. Sobre ellos
todavía descargaba un arco apuntado que se sostenía a duras penas, en permanente equilibrio, con
la clave algo desplazada aguantaba sin
saber por qué,… probablemente por cabezonería.
Este recinto, dedicado en otro
tiempo al culto a San Miguel, acoge diariamente a los asiduos feligreses y a
curiosos peregrinos estacionales: cuando el sol ilumina el recinto lo
frecuentan comadrejas, culirroyos,
riblancas, halconcillos, ardachos o ciempiés (1), además son muchos los que
merodean pero no entran como el aguilucho, el halcón, la Real o el corzo; si es la palidez
de la luna la que ilumina la arruinada parroquia, son mochuelos, o raposos
junto a nerviosos ratoncillos los que asisten con denuedo al ritual diario de la
vida y la muerte.
La luz escapaba deprisa y
nosotros, con la espalda y el culo doloridos, esperábamos que el frío se nos
uniese como tercer compañero, llegaba con la noche. Por más empeño que ponían
los dedillos bailando en los calcetines o los dedos ceñidos en los guantes,
encogiéndose y estirándose, apretándose contra si mismos, queriéndose mucho, no
eran capaces de alejar al incomodo compañero. Y el Frío no llegó solo, pues conforme se instalaba él sin complejos
entre nosotros, sin anunciarse y haciendo honor a su nombre, el Silencio, en silencio fue adueñándose
del monumental escenario de Ordoyo.
Manteníamos conversaciones
cortas, más para conjurar el desánimo que podía traer consigo tanto frío, tanta
oscuridad o silencio, que por necesidad
de hablar. Diálogos intermitentes que podían llegar a presentarse como susurros inoportunos y que
nunca llegaron a interrumpir la inolvidable Sonata
para silencio que
comenzaba a sonar. Tras un sobrio y convincente adagio que nos fue sumiendo en un estado de total sensibilización auditiva
y casi nula capacidad de palabra, en el allegro
el Silencio, en su
interpretación, llenó el espacio de
silencio, de un apabullante primero, interrogativo después, y al final
sugerente silencio, que nos permitió escuchar aquel especial sonido…
Aquella sonata en la oscuridad,
solo los dos con el Frío, con frío
hasta en el pelo, nos tenía absortos. No pensábamos, solo oíamos,… entonces
percibimos con nitidez la entrada en escena del Solista, por él estábamos allí. Lejano y tímido en aquellos
compases iniciales, pronto se mostró seguro de si mismo y, afirmándose como Señor de la noche, interpretó con tonos
graves, profundos y huecos, acompañados de algunos impetuosos agudos,…insistente
y apasionado, la sobrecogedora balada de amor que habíamos venido a escuchar. Un
escalofrío reavivó nuestro aterido espinazo. El Búho real, en celo, solicitaba ardiente los favores de la hembra,
que agazapada en las sombras del escenario rocoso, regalaba sus oídos con las
fervientes y entregadas notas que para ella calentaban la oscura noche de enero…
No pestañeábamos. Casi ni respirábamos. Pegados a las piedras nos sentíamos
piedra: inmóviles, pasmados, y por segunda vez, en la misma tarde, entusiasmados.
El Solista fue declinando la potencia
de su balada hasta llegar al silencio y sin esperar los aplausos ni la petición
de bises se confundió con la noche. La hembra lo había aceptado y tardaba a la
cita...
La salida de escena del Búho real reavivó el “Andante” de la
Sonata de silencios, que de nuevo se hacía un hueco en la noche, sonaba de
forma envolvente y hechicera… ¿Cuánto tiempo había transcurrido? Tal era la
situación que nosotros estábamos pánfilamente paralizados, el Frío se sentía cómodo en nuestra
compañía y el Silencio iba de
protagonista… ¿A quién le importaba ese tiempo?