viernes, 24 de noviembre de 2017

Por San Andres, la nieve en los pies







“Por Todos los Santos, la nieve en los altos,
Y por San Andrés, la nieve en los pies”





Cada año desde 1888, el último domingo de noviembre, el humo denso, blanquecino, transforma las calles del barrio bajero de Arnedillo en un corredor iniciático por el que transitan creyentes convencidos y coleccionistas de curiosidades. Se adentran garbosos tras las andas que transportan a un menguado, pero rumboso al parecer, San Andrés. Inmersa en las galerías de humo, la procesión de sombras, de llorones con gargantas quebradas, se conjuran contra gripes y catarros mientras esquivan, sobresaltados en ocasiones, el rosario de hogueras que guían la comitiva; fogatas alimentadas sin demora con romeros verdes por desdibujados fogoneros,… y nuevos cúmulos de humo nacen de las llamas, que crepitan al arder los aceites aromáticos encerrados en las hojas, y realimentadas nubes balsámicas esconden de nuevo las calles, tupen el pensamiento de los iniciados que, como antaño invocaron al santo par que les  librara de la epidemia de viruela que asolaba la población, se conjuran, ahora, contra sus pestes: adolecen la mediocridad creciente y laxitud ética de un segmento destacado de sus gobernantes, auspiciada por la inacción timorata y comodona de los ciudadanos. Causa estragos… 





No sé, si con los demonios propios conjurados, pero sí con los pulmones tonificados, dejamos abajo las calles de Arnedillo con las últimas columnas de humo todavía en vertical ascenso, y que buscan con ardor fundirse con las nieblas apegadas a las cabezas de las peñas, protectoras impertérritas del entorno de la población; esta confluencia de hechos propiciaba un ambiente cargado de misterio y teníamos la sensación de haber asistido a un cierto rito de tránsito que, sin proponérselo, había expurgado el pensamiento de rémoras negativas, de miedos y recargado el ánimo… Y por el Camino de las Ermitas pretendíamos ahora llevar a término un peregrinaje diacrónico en el paisaje que comenzaba en el puente altivo, casi arrogante, que permite salvar el Río Cidacos y acceder a los restos del Castillo roquero (¿S. X primer enclave…?),… o al cementerio a su amparo -por cierto, quién pudo permitir una intervención en él, los nichos para enterramientos, tan dura y poco respetuosa con el entorno- y remontaba las laderas aterrazadas al encuentro con la enigmática Ermita de Nª Sª de Peñalba…



Después de las sensaciones experimentadas en el callejeo procesional, continuar con San Andrés en la cabeza resultaba inevitable, además, transcurrido un breve espacio de tiempo, su presencia en la senda que recorríamos volvía a hacerse patente, nos acercamos  a una ermita que llevaba su nombre, un recinto barroco (S. XVII) que comparte con San Blas. Resulta un excelente mirador sobre Arnedillo esta Ermita de S. Andrés y S. Blas... Mas no demoramos la marcha pues el camino, trazado a media pendiente, permite disfrutar de las mejores vistas que se proyectan del pueblo. Sin tiempo para asimilar la sensación ambivalente que da estar, por un lado, inmersos en un paisaje fascinante, de llamativos contrastes naturales acompañados de una notable humanización, y, por otro, la observación de elementos, mires donde mires,  que obviados –o buscado una solución más imaginativa- hubieran aportado mayor  riqueza y singularidad al paisaje.



Con este pensamiento contradictorio en la mente, bajo los bravos roquedos calizos –declarados como zona ZEPA (Zona Especial Protección Aves)-, morada de una importante colonia de rapaces; las numerosas terrazas que desafiaban antaño la pendiente y hacían posible el cultivo de cereales o las plantaciones de olivos y almendros, que se encuentran hoy, en su mayoría, desatendidas y confiadas a la gestión de la naturaleza y del tiempo, llegamos a la Ermita de S. Miguel, interesante reconstrucción llevada a cabo sobre las estructuras del S.XVI, obra bien integrada en el paisaje, confiere a este rincón una impresión recoleta que invita a detenerse, sentarse en la bancada corrida que precede al porche de entrada a la ermita y perder la mirada en estos adustos territorios castigados de manera persistente por la sequía; lejos de cumplirse el refrán que abre el escrito: “… y por San Andrés, la nieve en los pies”. Nieve que debía ser habitual en estas fechas, que prensada y separadas las gruesas capas  heladas con paja en franjas de menor grosor, llenaría la nevera (a doscientos metros de la ermita) por su angosta boca; asomados por ella la contemplamos iluminada con el frontal. Se conserva integra.





No resultó difícil ligar esta construcción, destinada a la tenencia de hielo a lo largo del año, con la cercana Ermita de Sª Mª de Peñalba que, parece ser, fue un centro de culto religioso de bastante entidad. El enclave donde se sitúa la ermita, objetivo final de nuestro peregrinaje paisajístico era estimulante: asentada en un venteado collado que domina el Valle del Cidacos hacia el este, así como Sierra La Hez, Peña Isasa o Peñalmonte, guarda sus flancos al amparo de algunas hieráticas efigies calcáreas que disimulan de alguna manera la ubicación prominente de la ermita. Alejada del tránsito del valle, ha sido capaz de legar las transformaciones que ha tenido a lo largo de los siglos. Deberíamos buscar sus orígenes, posiblemente, en los primeros eremitorios que encontraron en  las cuevas de los barrancos cercanos, los espacios idóneos para practicar su religiosidad y pasar desapercibidos a los ejércitos y creencias que llegaban por el valle. Sí parece constatable que fuera en los S. IX-X, cuando se levantó un primer templo mozárabe y en este periodo hay que situar la columna central de la que nacen cuatro arcos de medio punto, conjunto que recuerda una palmera, estructura que los estudiosos quieren relacionar con las esplendidas iglesias mozárabes de San Baudelio de Berlanga y Sª Mª de Lebeña, en Soria y Santander respectivamente. Durante el periodo románico, S. XII-XIII, se añaden los ábsides cuadrado y semicircular y  será ya en épocas más recientes  cuando se construirán los elementos restantes.



Ha rodeado la polémica y la falta de reconocimiento a esta, más que probable, joya de la arquitectura antigua, hasta el punto de  haber sufrido en algunas épocas graves alteraciones en sus estructuras y ornatos, por desconocimiento o exceso de celo reformador; para quedar después sumida en el abandono, como refugio o corral para el ganado… En la actualidad se ha dignificado como merecía, al margen de polémicas, y este hecho ha supuesto una estimable revalorización del paisaje que la alberga,… idóneo ahora para poner a buen recaudo en vuestro Cofre para Paisajes.