“Por Todos los Santos, la nieve en los altos,
Y por San Andrés, la nieve en los pies”
Cada año desde 1888, el último
domingo de noviembre, el humo denso, blanquecino, transforma las calles del
barrio bajero de Arnedillo en un corredor iniciático por el que transitan
creyentes convencidos y coleccionistas de curiosidades. Se adentran garbosos
tras las andas que transportan a un menguado, pero rumboso al parecer, San
Andrés. Inmersa en las galerías de humo, la procesión de sombras, de llorones con
gargantas quebradas, se conjuran contra gripes y catarros mientras esquivan,
sobresaltados en ocasiones, el rosario de hogueras que guían la comitiva;
fogatas alimentadas sin demora con romeros verdes por desdibujados fogoneros,…
y nuevos cúmulos de humo nacen de las llamas, que crepitan al arder los aceites
aromáticos encerrados en las hojas, y realimentadas nubes balsámicas esconden
de nuevo las calles, tupen el pensamiento de los iniciados que, como antaño
invocaron al santo par que les librara
de la epidemia de viruela que asolaba la población, se conjuran, ahora, contra
sus pestes: adolecen la mediocridad creciente y laxitud ética de un segmento
destacado de sus gobernantes, auspiciada por la inacción timorata y comodona de
los ciudadanos. Causa estragos…
No sé, si con los demonios
propios conjurados, pero sí con los pulmones tonificados, dejamos abajo las
calles de Arnedillo con las últimas columnas de humo todavía en vertical
ascenso, y que buscan con ardor fundirse con las nieblas apegadas a las cabezas
de las peñas, protectoras impertérritas del entorno de la población; esta
confluencia de hechos propiciaba un ambiente cargado de misterio y teníamos la
sensación de haber asistido a un cierto rito de tránsito que, sin proponérselo,
había expurgado el pensamiento de rémoras negativas, de miedos y recargado el
ánimo… Y por el Camino de las Ermitas
pretendíamos ahora llevar a término un peregrinaje diacrónico en el paisaje que
comenzaba en el puente altivo, casi arrogante, que permite salvar el Río
Cidacos y acceder a los restos del Castillo
roquero (¿S. X primer enclave…?),… o al cementerio a su amparo -por cierto,
quién pudo permitir una intervención en él, los nichos para enterramientos, tan
dura y poco respetuosa con el entorno- y remontaba las laderas aterrazadas al
encuentro con la enigmática Ermita de Nª
Sª de Peñalba…
Después de las sensaciones
experimentadas en el callejeo procesional, continuar con San Andrés en la
cabeza resultaba inevitable, además, transcurrido un breve espacio de tiempo,
su presencia en la senda que recorríamos volvía a hacerse patente, nos
acercamos a una ermita que llevaba su
nombre, un recinto barroco (S. XVII) que comparte con San Blas. Resulta un
excelente mirador sobre Arnedillo esta Ermita
de S. Andrés y S. Blas... Mas no demoramos la marcha pues el camino,
trazado a media pendiente, permite disfrutar de las mejores vistas que se
proyectan del pueblo. Sin tiempo
para asimilar la sensación ambivalente que da estar, por un lado, inmersos en
un paisaje fascinante, de llamativos contrastes naturales acompañados de una
notable humanización, y, por otro, la observación de elementos, mires donde
mires, que obviados –o buscado una
solución más imaginativa- hubieran aportado mayor riqueza y singularidad al paisaje.
Con este pensamiento
contradictorio en la mente, bajo los bravos roquedos calizos –declarados como
zona ZEPA (Zona Especial Protección Aves)-, morada de una importante colonia de
rapaces; las numerosas terrazas que desafiaban antaño la pendiente y hacían
posible el cultivo de cereales o las plantaciones de olivos y almendros, que se
encuentran hoy, en su mayoría, desatendidas y confiadas a la gestión de la
naturaleza y del tiempo, llegamos a la Ermita
de S. Miguel, interesante reconstrucción llevada a cabo sobre las
estructuras del S.XVI, obra bien integrada en el paisaje, confiere a este
rincón una impresión recoleta que invita a detenerse, sentarse en la bancada
corrida que precede al porche de entrada a la ermita y perder la mirada en
estos adustos territorios castigados de manera persistente por la sequía; lejos
de cumplirse el refrán que abre el escrito: “…
y por San Andrés, la nieve en los pies”. Nieve que debía ser habitual en
estas fechas, que prensada y separadas las gruesas capas heladas con paja en franjas de menor grosor,
llenaría la nevera (a doscientos metros de la ermita) por su angosta boca;
asomados por ella la contemplamos iluminada con el frontal. Se conserva
integra.
No resultó difícil ligar esta
construcción, destinada a la tenencia de hielo a lo largo del año, con la
cercana Ermita de Sª Mª de Peñalba
que, parece ser, fue un centro de culto religioso de bastante entidad. El
enclave donde se sitúa la ermita, objetivo final de nuestro peregrinaje
paisajístico era estimulante: asentada en un venteado collado que domina el
Valle del Cidacos hacia el este, así como Sierra La Hez, Peña Isasa o Peñalmonte, guarda sus flancos al
amparo de algunas hieráticas efigies calcáreas que disimulan de alguna manera
la ubicación prominente de la ermita. Alejada del tránsito del valle, ha sido
capaz de legar las transformaciones que ha tenido a lo largo de los siglos.
Deberíamos buscar sus orígenes, posiblemente, en los primeros eremitorios que
encontraron en las cuevas de los
barrancos cercanos, los espacios idóneos para practicar su religiosidad y pasar
desapercibidos a los ejércitos y creencias que llegaban por el valle. Sí parece
constatable que fuera en los S. IX-X, cuando se levantó un primer templo
mozárabe y en este periodo hay que situar la columna central de la que nacen
cuatro arcos de medio punto, conjunto que recuerda una palmera, estructura que
los estudiosos quieren relacionar con las esplendidas iglesias mozárabes de San
Baudelio de Berlanga y Sª Mª de Lebeña, en Soria y Santander respectivamente.
Durante el periodo románico, S. XII-XIII, se añaden los ábsides cuadrado y
semicircular y será ya en épocas más
recientes cuando se construirán los
elementos restantes.
Ha rodeado la polémica y la falta
de reconocimiento a esta, más que probable, joya de la arquitectura antigua, hasta
el punto de haber sufrido en algunas
épocas graves alteraciones en sus estructuras y ornatos, por desconocimiento o
exceso de celo reformador; para quedar después sumida en el abandono, como
refugio o corral para el ganado… En la actualidad se ha dignificado como
merecía, al margen de polémicas, y este hecho ha supuesto una estimable
revalorización del paisaje que la alberga,… idóneo ahora para poner a buen recaudo
en vuestro Cofre para Paisajes.
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