UN PAISAJE
SELVÁTICO QUE PROPICIA FANTASÍAS EN VINO
Cuando
recorría los ordenados planteles geométricos de viñedo, encajonados muchos de
ellos como resultado de la eliminación de bastantes de las huertas y alamedas
tradicionales en este territorio, que adquiridos por una empresa dedicada a la
extracción de áridos y una vez excavadas las graveras, ha replantado, los grandes vacíos generados,
con cepas seleccionadas, dando lugar a este aterrazado paisaje ribereño.
Era
difícil imaginar que un poco más abajo, en una franja de terreno, entre los cincuenta
y cien metros de anchura, que llega hasta el cauce del Duero, me iba a
encontrar envuelto en una apabullante caos vegetativo y acuático, que invitaba
a obviar los riesgos que entrañaba su recorrido. Me costó encontrar una vereda
que me permitiese salvar el brusco desnivel que separa los cultivos del tramo
selvático, me abrí paso por ella entre las zarzas arrogantes y los herbazales
empeñados en esconderla y acrecentar así su aislamiento, tanto como mi
curiosidad. Los pasos inseguros entre las altas hierbas levantaban en vuelo,
además de nubes invisibles de polen de gramíneas, que me provocaban estornudos, cientos de mariposillas doradas,
cientos de pequeñas “hadas polvorillas” que buscaban con rapidez volver a
mimetizarse y desaparecer, su aleteo grácil y nervioso, presto al escondite,
conferían al amanecer en aquel espacio todavía sombrío un halo de magia tan efímera
como ellas mismas.
Con
la luz del amanecer apenas sin estrenar, me acerqué hasta la orilla del río con
la capacidad de sorpresa alerta, pues era consciente que sucesos de muy diverso
índole podían desencadenarse en cualquier momento, para bien o para mal… ¿Qué
era aquello que experimentaba a las puertas de la ciudad de Aranda de Duero, en
el corazón de la meseta castellana…? Me encanta encontrarme con estos paisajes
escondidos que todavía nos permiten sentirnos inmersos en una aventura cuando
los recorremos y entramos en contacto con los diversos elementos que los
componen, pues eso era lo que estaba viviendo, una autentica aventura.
Los
rayos de sol, apenas desperezados, tan solo acariciaban las copas de los álamos,
alisos o fresnos más elevados, mientras, en el bajo sotobosque reinaban las
medias luces, estaban cómodamente instaladas las sombras profundas, uniformes,
misteriosas, y provocaban al caminar dudas e inseguridad. Desaparecida la senda
inicial, buscaba ahora los espacios que parecían ligeramente despejados y que
me iban a permitir seguir avanzando hacia la orilla del río y en la dirección
elegida, a contra corriente. Tropezaba con ramas ocultas entre las hierbas (me
llegaban a la cintura), eran continuos los enganchones en las zarzaleras y las
caricias sedosas… que se pegaban al rostro, e iban seguidas del baile nervioso
y acelerado de brazos y manos para apartar el baboso tejido o los restos
momificados de las victimas y así evitar aquel macabro maquillaje ¿Quién te
mandó elegir ese espacio entre los ramajes? – pensaba- si estaba ya ocupado… la
luz, tenue todavía, hacía invisibles las trampas de las pequeñas arañas. Era
difícil mantener las manos quietas aun sabiendo que la peligrosidad de estas,
solo está en los miedos ancestrales a estos artrópodos de ocho patas, lo mismo
que ocurre con las culebras, con las que no podía descartar el encuentro en
este hábitat. Un resbalón por el talud húmedo y arenoso me hizo alcanzar con
brusquedad la generosa corriente del Duero… sin llevarme un remojón.
Llamaban
la atención las abocadas raíces de alisos y sauces, los más querenciosos del
agua, que enseñaban sus huesudas dentaduras descarnadas por las corriente
fluctuantes del río. En ese juego laberíntico, claustral y cavernoso que forman
las raíces inundadas encuentran refugio cangrejos y peces de especies variadas,
igual que en los remansos acuáticos que propician este ecosistema fluvial
asilvestrado. Que lejos han quedado los días, según me cuenta la “Abuela Pilar”,
cuando la ribera era totalmente permeable al transito y disfrute de los
lugareños: allí bajaban para tomar el agua de los numerosos manantiales, aguas
limpias y frías donde abundaban los cangrejos autóctonos, ya prácticamente
desaparecidos; comían a la fresca de las saucedas y reposaban del trabajo que
una decena de metros más arriba requerían las huertas, con todo tipo de
hortalizas, los frutales, con guindas, cerezas, melocotones, manzanas de
distintas clases, … y las arboledas.
Ahora,
por contra, ya he descrito el aspecto selvático que presenta, los manantiales
seguirán existiendo, más fluyen bajo la tupida cubierta de zarzales
impenetrables, saucedas o gigantescos saucos,
sus aguas presentan, con bastante seguridad, altos niveles de nitratos
filtrados de las tierras de cultivo, donde se utilizan de manera extensiva y
sin moderación. Es impensable acceder a este tramo de la ribera del Duero para caminar,
no existen espacios limpios donde sentarse a tomar un refrigerio o mirar
tranquilamente el discurrir del río , sin los inconvenientes descritos, a los
que se pueden sumar un buen número de moscas, mosquitos, tábanos… y algunos mal
afamados insectos más. En ella también residen, al amparo del ambiente
selvático grandes cazadores y pescadores
(además de los humanos), como los raposos y ginetas por suelos y arboledas, el
visón americano (el visón europeo ha desaparecido en esta ribera), la nutria
(encontré en un pequeño arenal en la orilla del río rastros y excrementos), la
garza real o el cormorán gigante en el agua o en las orillas, el milano negro, águila
calzada, gavilán o alcotán (en verano), acróbatas que sobrevuelan esta porción
de paisaje y anidan en él. Además nos pueden sorprender en cualquier momento,
pues son los más visibles, una corte de pequeños y medianos personajes alados
que van a poner voz y movimiento al paisaje: oropéndolas, palomas torcaces y
tortolillas, pájaros carpinteros (pito real, pico mayor y posiblemente menor)
torcecuellos, martín pescador, mirlos, chochines o petirrojos… Aquí no falta
nadie que busque en los setos ribereños el hábitat idóneo. Es increíble te
sientes aislado del mundo en medio de estas arboledas con tallos de hiedra que
trepan tronco arriba, viñas asilvestradas que cuelgan también de ellos y
disfrazan a los álamos y alisos de vetustos ancianos barbados que me hacen
pensar en las historias que deben esconder sus clorofílicas memorias y como se
podría llegar a descifrarlas.
Te
dejas llevar por la euforia, resultado, seguro, de la adrenalina que se genera
cuando eres tú el protagonista de la aventura y sabes que, a pesar de tu
experiencia, hay parámetros que no controlas. Esa misma euforia, te invita, de
manera tentadora, a remontar el río en busca de la nueva sorpresa que te puede
reparar el siguiente recodo del Duero.
Estos
paisajes están mucho mas cerca de lo que te puedes imaginar. Búscalos y
disfruta de tu capacidad de aventurarte en ellos.
Es increÍble cuanta magia y poesía puede haber ante nuestros ojos si, simplemente, nos paramos un poco a ver, oir, oler y tocar mientras degustamos un trocito de pan con queso (por ejemplo). Y ni te cuento cuando dejas volar un poco la imaginación y la memoria. No sé quien fué el gran escritor o filósofo que nos legó eso de "La Patria de uno es la infancia", pero lo he recordado porque una de las más mágicas sensaciones que le vienen a uno cuando recorre éstas riveras selváticas es el recuerdo de nuestra niñez, Gracias a éstos parajes nos sentíamos intrépidos exploradores que descubrían fascinantes rincones en las junglas de la India, la Amazonia o el África Central. No era nada díficil imaginar que esos cursos de agua eran los mísmísimos ríos Ganges, Amazonas o Congo. ¡Y cuanto y qué bien han contribuido esos juegos a nuestro crecimiento como personas!. GRACIAS, CARLOS, POR TRAERLOS DE NUEVO A NUESTRA MEMORIA!
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